Lugar de origen: Congo

        Lugar de Residencia: Uganda

Fuera desde: 2015

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El viaje de Lucien, una historia de lucha y resistencia

Lucien ve el partido de fútbol entre la RD Congo y Uganda. Sus sobrinos, Caleb y Emma se entretienen entre la pantalla y su tío.
En barrio de Kampala en el que viven Lucien y su familia residen un gran número de congoleses.
Lucien dejó su casa en Nakulabye, Kampala, para visitar Bukavu, su ciudad natal. Cinco años atrás huyó de ella para salvar su vida.
El ferry es el transporte más rápido y popular para cruzar el lago Kivu de Goma a Bukavu.
El saneamiento y la falta de higiene en Bukavu son una de las mayores preocupaciones de la población local.
Reunión con una comunidad batwa que ha visto amenazada su forma de vida por la falta de comprensión del gobierno local.
Un dia antes de volver a Uganda, Lucien recorrió espacios de su infancia. Escuela Primaria Patrice Lumumba, Bagira (Bukavu).
Las vistas en el lago Kivu desde el ferry. A lo lejos, Bukavu.
Lucien fue enterrado el 18 de agosto en la iglesia Bethel Endtime Gospel Ministries de Nakulabye, en Kampala.

Miles de congoleños se convirtieron en refugiados de la noche a la mañana durante las últimas décadas. Bisimana Lucien, músico y activista por los derechos humanos, regresó a su casa cinco años después por primera y última vez. Su historia, como la de muchos más, es la de la lucha y resistencia cotidiana entre Uganda y Congo.

Fragmentados en colaboración con el periodista Victor González 

Es viernes por la tarde y el fin de semana asoma en Kampala. En lo alto de Old Kampala, el origen histórico de la capital de Uganda, resuenan los cantos de la hora de la oración. La principal mezquita está a escasos metros y desde una ventana que da a un callejuela tranquila, Bisimina Lucien observa el trajín mientras espera que se encienda el ordenador. Se acerca el atardecer y la ciudad sigue rebosante de motocicletas, tiendas abiertas y buses escolares. Dentro de poco los asistentes a la reunión de los viernes empezarán a llegar. Él, como cada semana, se pondrá delante de todos ellos y se presentará para los nuevos participantes. “Mi nombre es Bisimina Lucien, soy de Bukavu, de la República Democrática del Congo y vivo en Uganda como refugiado desde hace 5 años”. Lucien es quien dinamiza un grupo de apoyo que lleva el nombre de Rendevouz Family Youth Group, el cual bajo su batuta empezó a funcionar cuatro años atrás. Fue su retorno al activismo social desde su viaje forzoso de huida. A través de la música, el teatro y las sesiones de grupo, jóvenes refugiados se citan para poner en común sus preocupaciones, problemas colectivos o proyectos. Provienen de diferentes países que han vivido conflictos armados las últimas décadas, como Sudán del Sur, Somalia o, como Lucien, de la República Democrática del Congo. Cada uno con una experiencia personal distinta, les une su condición de refugiados en Uganda, un país diferente y con dinámicas que pueden ser barreras, a priori, infranqueables para ellos. Pero como resume Bisimina Lucien, “ser un refugiado no tiene por qué ser el final de tu vida, sino que es un paso más, quizá atrás, pero no el último.”

Lucien era un músico y activista congolés que el pasado julio visitó Bukavu por primera vez desde que se refugió en Kampala, la capital de Uganda, como tantos otros. Su breve visita al Congo tenía un objetivo: soldar de nuevo relaciones con activistas de la zona. Desde estudiantes organizados para proteger el medio ambiente hasta líderes en zonas rurales que luchan contra grandes empresas mineras. Tan solo pudo regresar por una semana, pero supuso un empujón que avistaba la posibilidad de llevar a cabo su gran proyecto: volver, vivir en Bukavu y seguir su vida ligada al activismo y la lucha por la paz duradera y las mejoras sociales de su entorno.  «Ha sido una oportunidad increíble para mi. Ahora ya estoy pensando en próximas ocasiones para regresar y contar lo que pasa de verdad en el Congo», decía Lucien ya de vuelta en su apartamento de Kampala. Pero no será así. Bisimana Lucien murió pocos días después de su retorno. 

El viaje de Lucien empieza junto a sus dos sobrinos con los ojos pegados a la pantalla del televisor. Es sábado 22 de junio y hay partido de fútbol. Hoy juega la selección de Congo su primer encuentro de la Copa de África 2019. Y aunque el resultado ya es adverso desde la primera parte, no se mueve del sillón. Su hermano Caleb, con quien comparte casa, se retiró a la habitación hace ya rato «para no sufrir más», dice. De repente saca la cabeza para ver de nuevo el resultado, con tan mala suerte que Uganda anota el segundo gol. Ya es casualidad que les esté venciendo la selección del país que les da refugio. En el barrio capitalino de Nakulabye, donde viven, poca gente celebra los goles, muchos de sus habitantes provienen de países vecinos, entre ellos del Congo. 

«Lo que más me sorprendió cuando llegué a Kampala por primera vez fue la incomprensión hacia lo que supone ser un refugiado y los prejuicios que conlleva», relata Lucien al recordar sus primeros pasos en el nuevo país. «Solo por el hecho de ser refugiado daban por sentado que no tenía capacidad para hacer nada». Fue a finales de agosto de 2015, cuando por culpa de la persecución política a él y su círculo de amistades, tuvo que escoger entre esconderse dentro de su propio país o refugiarse en otro. Cinco veranos después recuerda que «el activismo es una condición que uno lleva consigo mismo», así que estando en Uganda o en Congo concluye que «como personas tenemos que salir y decir: de acuerdo, sí, esta es la condición, esta es la situación, pero tenemos que sobrevivir.» Una reflexión que, según Lucien, le llevó a «darse cuenta que ya pensaba como alguien que empezaba a ver su vida estabilizada en su nueva casa, Kampala.» Y eso hizo, aferrarse a la lucha por los cambios y el empoderamiento de aquellos que, como él, llegaron en una condición de gran vulnerabilidad, los refugiados.

Su día a día en Kampala era un no parar, como la ciudad. El ritmo de la capital pareció absorber a Lucien. Las reuniones con diferentes colectivos se sucedían y los proyectos se amontonaban. Cuando no estaba en la oficina del centro de apoyo a jóvenes refugiados, estaba entrevistando a algún líder comunitario para hacer un pequeño documental. Si no le tocaba impartir talleres sobre comunicación y liderazgo, estaba visitando campos de refugiados, como el de Nakivale al sur-oeste de Uganda. Si tenía tiempo, se juntaba con amigos congoleses más jóvenes, como Chris, de 21 años y que conocía en Bukavu, que necesitaban referentes en su nuevo país. «No sé que voy a hacer ahora sin él. Era el que cuidaba de mí, el que vigilaba que no me metiera en problemas, quien me guiaba y me daba ejemplo. Me siento huérfano ahora mismo», repetía Chris el día del velatorio de Lucien. Pero si se daba la casualidad que Lucien tenía un día tranquilo, una cerveza viendo un partido de fútbol o la música, su acompañante más fiel desde joven, eran siempre una buena opción. Aún así, lo que siempre ocupaba su cabeza eran sus proyectos de volver a Bukavu y retomar su actividad social y familiar allí. Y ahora podía ser una realidad, en pocos días volvería a estar a las orillas del lago Kivu para reunirse con activistas que alzaban la voz contra la corrupción, la violencia o el expolio de sus bienes minerales, como él hacía años atrás. Eso sí, todo tendría que ser con un perfil bajo, cruzaría la frontera sin permiso de las autoridades y con la duda de si la policía y el ejército lo seguían buscando en Bukavu.

Aprendió inglés casi de cero y el luganda, la lengua principal de Uganda. Según Lucien, «al llegar, el primer gran problema que me encontré era la lengua, ¿Cómo me voy a integrar en una comunidad cuando no sé hablar la lengua local?». En total acabó dominando de forma perfecta siete lenguas: el kiswahili, el luganda, el bashi, el lingala y el kinyaruanda, todas ellas de origen bantú; y el inglés y el francés, por herencia de la época colonial. Y es que siempre repetía que, «como nos comunicamos y el que comunicamos es lo más importante». 

Después de pasar seis meses durmiendo en una iglesia congoleña y a la espera de conseguir sus papeles que lo identificaban como refugiado, empezó a vender baratijas, joyas hechas de acero inoxidable bañadas en color dorado. «Solo porque veían que era congolés me pagaban como si eso fuera oro real. La gente piensa que si eres de Congo directamente tienes minerales», decía mientras se le escapaba la risa recordando sus antiguos timos. Con un estante portátil para sus  falsas joyas de lujo viajaba por todo el país para vender y sobrevivir. Pero la suya no era una vida destinada a los negocios ni a los lujos. Al poco de llevar un año en el barrio de Nsambyia, su primer hogar en Kampala, empezó a recoser sensaciones con su antigua actividad de músico y activista. No fue difícil encontrar compatriotas con quien hacerlo, puesto que según la Agencia de la ONU para los Refugiados (ACNUR), Uganda acoge un total de 1.3M de refugiados, lo que supone un poco más del 3% de la población total. La mayoría de ellos se concentran en zonas rurales o campos asistidos por diferentes ONGs y la misma ACNUR, pero en Kampala viven más de 70000. De todos ellos, casi el 30% provienen de la República Democrática del Congo, com Lucien. Con su poca vergüenza habitual, en el mejor de los sentidos, consiguió alentar a varios músicos que vivían como refugiados. 

 

Empezaron a juntarse en las calles, esquinas o pequeños locales y a  través de la percusión y la voz, cantaban para recordar sus orígenes y familias y, sobretodo en el caso de Lucien, volvían a sentirse con el poder de alzar la voz, más conectados entre ellos.

Fue una forma de encontrar espacios y amistades con las que empezar a echar raíces. De ahí nació el proyecto de Rendevouz Family Youth Group. Todo ello en Nsambyia, el barrio donde recomenzó su vida, fue también el mismo lugar donde lo atacaron y acabó todo a mediados del lluvioso agosto. Su principio y final en Uganda.

El lago Kivu es fuente de grandes riquezas culturales, minerales y gastronómicas. Pero para Lucien la mayor de todas ellas eran los zambaza, unos pescaditos del tamaño de un meñique que solo se pescan en los meses de junio, julio y agosto. En su primer día en el Congo después de cinco años, Lucien se abalanzaba sobre ellos mientras los acompañaba con posho, la pasta de maíz local. Con la boca llena y delante de su hermana Yvette, no paraba de decir que «ahora sí que estoy en el Congo, ahora sí». Comer en una mesa con su hermana mayor, su cuñado y seis sobrinos, un placer que tardó más de un lustro en volver a degustar. Cinco años sin poder volver a tu casa son una eternidad, y más cuando cargar un móvil en Bukavu es, como mínimo, complicado. La comunicación se hace muy engorrosa, ya que la electricidad llega a las casa en cuentagotas. Los más avispados, o aprovechados, compran generadores para que la gente vaya a sus tiendas a conectar sus baterías. La madre de Lucien murió dos años atrás y, debido a lo complejo que resultaba contactar con la familia, se enteró de su muerte por fotos colgadas en Facebook.

Su hermana Yvette aún vive en el barrio de Bagira, el más apartado de la confusa ciudad de Bukavu. La mayor parte de zonas son empinadas y repletas de callejuelas y atajos entre desagües y postes que, algún día, habían transportado electricidad. Bagira está cerca del lago, con terrazas repletas de cervezas de medio litro a temperatura ambiente, altavoces con música festiva y grupos de amigos que al atardecer montan partidos de fútbol en todas las plazas. Es el barrio donde fue al colegio Lucien, las aulas de primaria del equipamiento Patrice Lumumba lo vieron crecer. La escuela lleva el nombre del primer presidente del Congo independiente y un referente moral y nacional. Lucien, como muchos otros, lo consideraba «el padre de todos y de todo». Detalles, que ya desde pequeño, marcaron su camino.

Bukavu está a unas quince horas en bus de Kampala. Hay líneas que conectan de forma directa las dos ciudades cruzando Ruanda. El precio del billete es de unos veinte euros, una cantidad de dinero que muy pocos se pueden permitir y, siempre que consigas salir de los enjambres de motocicletas de la capital ugandesa, el viaje es placentero y sin muchos sobresaltos. Está prohibido que suban vendedores de relojes, plátano, pollo asado o refrescos al autobús, a diferencia de la mayoría de líneas que conectan la región. Se cruza todo Ruanda y sus verdes colinas vestidas con plantaciones de té hasta Rusizi, al extremo suroeste del país, donde la frontera está bien marcada. Se deja de circular por las perfectas carreteras ruandesas y los vehículos se encuentran con caminos agujereados, con más grava que asfalto y nula señalización. Lucien no había vuelto nunca a la capital del Kivu Sur, su ciudad natal, la que le vio crecer, la que lo hizo ser quien es. Una ciudad «con todas las posibilidades del mundo, pero a oscuras», repetía siempre. Y es que la falta de electricidad en la práctica totalidad de los edificios es lo que más le desesperaba, meneaba la cabeza de un lado a otro entre desconcertado e irónico cada vez que comentaba el tema.  

Volvió como refugiado y cruzando de nuevo por el norte del lago en dirección al Congo, el lugar dónde pisó por última vez su país, Lucien visitaba a su padre el pasado julio. No tenía permiso para transitar Ruanda, así que atravesó el lago Kivu en ferry, esta vez de norte a sur. Su padre vive en Nyawera, un barrio de Bukavu sin electricidad ni agua como tantos otros, pero que tiene una buena consideración dentro de la ciudad. La callejuela para acceder a su casa son unas escaleras que atraviesan de forma vertical el empinado vecindario. Serpenteando hacia abajo, ya pasada la casa de Lucien, se llega hasta un campo de fútbol donde desde que sale el sol hasta que declina es el epicentro de la actividad. Bares, tiendas para cargar el móvil, pequeños comercios de leche y carne y demás se arremolinan a su lado. La pelota redonda domina la inmensa mayoría del ocio. 

Su padre se quedó viudo cuatro años atrás, el primer abrazo en cinco años es para darse el pésame. Después, risueño y sorprendido aún, se apoltrona en el sillón y repite de forma cariñosa: «Luciano, Luciano... aquí otra vez». Las visitas, como no puede ser de otra manera, se suceden. Todas acompañadas de sus amados zambaza y alguna que otra cerveza caliente. Lucien pasea por Bukavu con sus gafas de sol y parándose en cada esquina a saludar. Antiguos compañeros del instituto, de la universidad, vecinos y familia. Siempre con un ojo vigilante, ya que como recordó de vuelta a Kampala «no me sentí seguro del todo en ningún momento, sabía que me ponía en cierto peligro, pero era una oportunidad para mí y tenía que hacerlo.» 

En uno de los extremos de Bukavu, en el barrio de Ibanda, fue donde todo cambió. Junto a seis compañeros del instituto, aunque todos ya estudiaban en la universidad, formaron un grupo que llevaba como nombre Activists Alive. Ellos fueron las últimas personas con las que estuvo en Congo, de un día para otro pasó de ser un estudiante de Lenguas y Humanidades en la universidad a ser un refugiado en Uganda. Nunca había salido de la región del Kivu Sur. Ahora, paseando cerca del lago, Lucien recuerda que «queríamos ver un Kivu sin violencia, sin ningún abuso contra los derechos humanos». Su principal actividad era la música, a través de la cual «queríamos abogar y promover la capacidad de liderazgo de cada uno de nosotros y propagar este poder a toda la comunidad». Además, junto a representantes de universidades y grupos de estudiantes, promovían debates, encuentros y discusiones sobre paz, empoderamiento y defensa de los derechos humanos. Eran en total 46 personas. Sus ensayos los hacían en el Ateneo de Ibanda, su antiguo instituto a orillas del lago. Cinco años después volvía a estar en sus pasillos recordando cada detalle de su pasado.

La zona de Bukavu desde finales de los años noventa ha sido un cortijo para guerrillas que evolucionó en una violencia contra los civiles cotidiana. El golpe de estado contra el dictador Mobutu Sese Seko en 1996 primero y el posterior asesinato del sucesor Laurent-Desiré Kabila en 2001 desataron una serie de conflictos armados con actores tanto internos como externos. Se calcula que más de cinco millones de personas murieron por la violencia y las hambrunas provocadas por los conflictos. Los estragos y consecuencias rebrotaron años más tarde, incluso en el 2012, cuando Lucien aún vivía en Bukavu, los rebeldes de la guerrilla M23 tomaron el control de la ciudad. Ahora la calma parece haberse consolidado en la región, pero como relata Lucien, “era necesario que alguien hablara de paz, ver que no habían tantas diferencias entre unos y otros y encontrar espacios donde poder debatir sobre ello”. 

Más nerviosos de lo normal, Lucien pasea de nuevo por el Ateneo de Ibanda con su actividad menguante al estar a finales del curso. Pasan antiguos profesores y alumnos, apurando los últimos exámenes de julio y pensando ya en las vacaciones. La última vez que pisó el Ateneo fue atacado por unos desconocidos, supuestos militares o policías. Ahí murió uno de sus seis compañeros por un disparo. 

Cantaban en kiswahili, francés y algunas partes en inglés. Al inicio del verano de 2015 dos de sus canciones empezaron a sonar en la radio: Africa Amukeni, que significa «África despierta» en kiswahili, y Freedom is Coming. Las letras hablan de paz, del poder de la comunidad y la necesidad de abordar cambios inmediatos, además de reprender al gobierno local. «Criticábamos la guerra en África, mostrábamos el hartazgo con nuestros líderes y defendíamos que cada persona en la comunidad tenía que vivir como ser humano».

Lucien se para un momento y saca la cabeza por la ventana, “ahí estudiaba química, que no se me daba tan bien”, dice con una sonrisa picarona.

Un día recibieron un aviso del rector de su universidad, «si no seguís mis recomendaciones y no dejáis este tipo de actividades vais a tener problemas», explicaba Lucien mientras señalaba el nombres de Denis Mukwege, el premio Nobel de la Paz, en una de las paredes del instituto. «Ahí es cuando empezó la persecución», sentencia mientras repasa todos los rincones de su instituto.

A finales de julio de hace cinco años un grupo de personas, que ni tan siquiera identificaron como policías, aparcó su jeep delante de la clase donde ensayaban Activists Alive, el grupo de música de Lucien. Entraron por la fuerza y lanzando gas lacrimógeno mientras los seis integrantes de la banda estaban dentro, practicando con sus instrumentos. Lucien, como siempre, con sus manos en la percusión. «No pudimos hacer nada para protegernos, no estábamos preparados ni nos esperábamos esto». Tratando de correr y huir del aula uno de los integrantes fue alcanzado por una bala. Murió al acto, en frente de los cinco restantes. En medio de la confusión y la conmoción del momento fueron todos arrestados. Pasaron tres días incomunicados en un lugar oscuro, atados e incomunicados, no era una prisión oficial. Sin acceso a abogados o comunicación, “ya nos dábamos por perdidos, creíamos que seríamos enviados a la capital, Kinshasa, de donde ya no volveríamos nunca”. De forma sorprendente fueron puestos en libertad, el padre de uno de los integrantes del grupo era general del ejército e intercedió, aún no saben bien como. La condición que les impusieron fue que desaparecieran, que huyeran de Bukavu, del Kivu Sur y, finalmente, del Congo. 

Sin nada encima, les habían quitado la documentación y las carteras a todos, decidieron emprender un viaje hacia al norte sin un rumbo fijo. Todos los trayectos pasan por el lago Kivu, así que se acercaron a sus orillas y, en pequeños viajes navegando, cruzaron los doscientos kilómetros que separan Bukavu de Goma. Ni un adiós a la familia, ni un mensaje, la siguiente vez que Lucien se vería con su padre y hermanos sería en julio de 2019. No podían volver atrás ni quedarse quietos, puesto que «recibimos un mensaje diciendo que algunos policías fueron enviados para buscarnos y detenernos. Ahí es cuando nos preguntamos: sabiendo esto, ¿Cómo nos vamos a quedar a vivir en el Congo?». Dos de los cinco componentes del grupo decidieron que el único futuro posible era cruzar la frontera. Uno de ellos era Lucien. «Yo sabía que, a través de un conocido, en Uganda con el estatus de refugiado podías vivir en una condición buena de vida, incluso mejor que en Bukavu». Nadie deviene refugiado por placer ni por elección, su decisión fue tomada con la policía pisando sus talones, fue una reacción forzada por una situación violenta. Se refugió para salvar su vida.

La discusión fue complicada, Lucien recuerda como tres de ellos decían que «no podemos convertirnos en refugiados por nada, no hemos hecho nada. Además, aquí está nuestro país, nuestras familias, aquí lo tenemos todo.» Fue la última vez que estuvieron los cinco juntos. Lucien, junto a uno de los integrantes del grupo Activists Alive se dirigió a Bunagana, la frontera más cercana con Uganda. Cruzaron de noche, escondidos entre comerciantes y trabajadores de la zona con la ayuda de un oficial del ejército congolés. Desde entonces no supieron nada más de sus antiguos compañeros, solo silencio, ni tan siquiera desinformación. Y de ahí en adelante una nueva vida, en nuevo país, con un nuevo idioma y con la incertidumbre de un futuro que en los últimos meses parecía recomponerse. Pero por desgracia, no pudo consolidarse.

Si el ritmo de Kampala absorbió a Lucien, Bukavu no fue menos. La ciudad hormiguea en las horas donde ilumina el sol, pero de noche la calma es total, el hecho de que no haya electricidad condensa toda la actividad en las horas de luz natural. Ya a las seis de la mañana hay que esquivar camionetas y motos, el transporte más común y rápido. En una moto se subió a mediados de julio Lucien. Era un miércoles por la mañana e hizo 100 kilómetros de ida y de vuelta para visitar a activistas locales de Lwinja, que se enfrentan a la empresa minera canadiense BANRO, la cual los expulsó de forma violenta de sus casa para extraer oro de las minas encontradas ahí. De la misma manera concertó reuniones con grupos de luchadores por el mantenimiento del medio ambiente, representantes vecinales que intentan dar soluciones a la falta de higiene en la ciudad, además de visitar zonas rurales donde las poblaciones originarias batwa ven amenazadas sus tierras y costumbres por la falta de apoyo de los gobiernos. Todo ello para empezar a tejer un futuro proyecto que tenía en mente. Lucien lo llamaba Kivu Media Development Program, un «medio de comunicación, audiovisual y con reportajes sobre todo lo que se hace para cambiar las cosas en la región. Una herramienta que sirva para dar a conocer todo eso, además de dar a conocer ejemplos y nuevos liderazgos».

En Kampala nada se para, incluso la noche se confunde con el día. Cuando los últimos vendedores de comida ambulante ya se llevan el carro a otra parte, llegan los más madrugadores al mercado. Cargados con sacos de patatas, cebollas, cacahuetes, mangos y cassava se aposentan en su paradita y, recostados en uno de sus sacos, aguantan largas jornadas de ruido, regateos, sol y lluvia. Ya hace dos días que Lucien volvió de Congo, dejando atrás unos últimos días bajo de travesía cruzando de nuevo la frontera cerca de Goma de forma ilegal. Su viaje había terminado y su estado de ánimo no podía ser más eufórico. “No veo el momento de poder volver otra vez”, repite de nuevo en su casa de Nakulabye. “Imagina, mi padre no esperaba volver a verme más, y de veras que yo ya me había hecho a la idea que no nos reecontraríamos”. Pero con la cabeza de nuevo en su actual hogar, y asumiendo que aún no era el momento definitivo para volver de forma definitiva a  Bukavu, aboga por “continuar con mi compromiso con los jóvenes refugiados, continuar como mentor sobre sus derechos, intentar abrir sus mentes y ayudarlos a ser más independientes”.

Pero no será así. Una noche de mediados de agosto cambió de golpe sus planes. Fue víctima de un robo violento en Kampala, en Nsambyia, su supuesto espacio de seguridad. Los golpes recibidos mientras le quitaban su teléfono móvil y la falta de recursos económicos para su tratamiento médico lo mataron. Murió el 14 de agosto, cuando después de más de una semana entre clínicas y hospitales su cuerpo dijo basta. Tan solo tres semanas después de su corta visita a la que era su casa, su ciudad, Bukavu. Atrás quedó una corta vida de optimismo, resistencias y activismo, el motor de su día a día. Al tener el estatus de refugiado no quisieron atenderlo de urgencias y le pidieron más de 4000 euros para operarlo, una cantidad imposible de juntar para su familia. Cuando finalmente llegaron a un acuerdo con el hospital, ya era tarde, los golpes en la cabeza que soportó durante el asalto se convirtieron en mortales.

Su muerte cortó de golpe sus planes y aspiraciones, derrotas y victorias, retos y proyectos. Velándolo, decenas de jóvenes contaban sus historias con él, de cuando les enseñó a utilizar una cámara, de cuando los reprimió por no creer en sus posibilidades. Sus últimos mensajes con Chris, su protegido, fueron para programar otra visita en setiembre a Bukavu y desarrollar aún más la idea de un medio de comunicación transformador e inspirador. En su casa, donde le dieron un último adiós en comunidad e intimidad, días antes de su muerte reflexionaba sobre las vidas de cada uno. “Como activista siempre pienso que las imágenes y las palabras pueden llevarnos a las acciones de cambio y a luchar contra las desigualdades”, decía pausado, siendo su tema de conversación favorito, en el que sentenciaba que “hay muchas historias que no se explican, las personas tienen infinidad de experiencias y no sabemos cómo expresarlas, como usarlas para dar un impacto y cambiar las cosas”. Historias olvidadas que, como la de Bisimana Lucien, ahora serán recordadas por sus compañeros para dar ejemplo, poder e inspiración.